Veinticuatro horas. Es el tiempo que pasé alejado de todo y de todos. Hace dos años, durante el verano, me dieron la opción de hacerlo y acepté de buen grado. Teniendo yo quince años recién cumplidos me pareció un reto bastante interesante y más aún cuando me dijeron que algunos no superaban el reto, ya fuese por el clima, la soledad o cualquier otra cosa. Era una manera de probarme a mi mismo.

Me dieron una bolsa de cereales, una botella con dos litros de agua y me condujeron al lugar que me correspondía, en un bosque cercano a orillas del río, a las nueve de la mañana.
Estuve un par de horas trabajando en lo que sería mi refugio durante la noche moviendo troncos, recogiendo hojas, ramas, etc. Algo así como Robinson Crusoe pero en cutre ya que a la hora de la verdad, esas horas fueron en vano pues me harté de frío igualmente, hasta el punto de tener que hacer flexiones y correr en medio de un bosque en noche cerrada para no helarme.
Sin embargo, lo que más aprecié y sin duda, más útil me ha sido fue reflexionar. Me senté en la orilla del río durante horas a simplemente pensar. Reflexionar. Meditar. Ha sido una de las mejores experiencias de mi vida y os lo recomiendo a todos. No necesariamente en medio de la naturaleza, pero sí pasar un día entero alejado del mundo.
No voy a contar las conclusiones o reflexiones que saqué de esa inigualable experiencia, ya que creo que todos deberíamos en algún momento pararnos a pensar y sacar nuestras propias conclusiones.
Álvaro E.
Álvaro E.
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